Un hallazgo peculiar y misterioso…
-Por Néstor César Savalio
Don Torres entró presuroso a mi oficina y pidió hablar conmigo, traía en sus manos curtidas algo envuelto en una bolsa de cartón marrón de esas en que viene fraccionado el cemento. Mire lo que encontré enterrado me dijo…
Todo había comenzado unos días antes allá por el año 1993, la antigua casa de la calle Pellegrini al 1100 después de mucho tiempo de estar deshabitada se había vendido. La construcción era añosa y mostraba un avanzado estado de abandono general, los nuevos dueños me encargaron hacerla limpiar, en especial el terreno completamente asfixiado por cañas de tacuara, una gramínea de agresiva propagación por rizomas que como un monstruo verde amenazaba con ingresar a la construcción. Primitivamente junto a ligustrinas y tamariscos eran barreras naturales, otras veces, solo una zangas establecía los límites entre los cuatro solares en que se subdividía catastralmente una manzana de tierra, el tejido y el tapial aun no conocían estos pagos.
El trabajo no era fácil, el uso de herbicidas podía afectar las plantaciones de los fondos vecinos, así que la operación consistía en cortar las cañas y desenterrar los rizomas a pico y pala para terminar con el problema definitivamente. Ciertamente se trataba de una tarea dura, excepcional, pero yo conocía quien la podía hacer y bien ¡
Don Torres era descendiente de pueblos originarios, vivía del otro lado de la vía por la calle Sarmiento, duro como un roble y de una fuerza singular, por si fuera poco buena persona, honesto, trabajador y respetuoso, a él recurría para que me ayudara a ordenar los remates. Cuando le hable del trabajo lo acepto y me agradeció tenerlo cuenta, una sonrisa se dibujó en el rostro, esas cañas no sabían con quien se iban a topar, y así fue…
Guillermo Moutier y su esposa habían sido en vida los últimos moradores de aquella antigua construcción que les excedía en años. Tenía una única puerta doble al frente, por ella se accedía a un escritorio en cuya vidriera pintada de blanco ostentaba en letras negras: “Escritorio Moutier”: Martillero – Asuntos judiciales – Comisiones. En la parte trasera se hallaba la casa de familia.
El estratégico solar hacia cruz con la Plaza de Armas, (hoy 25 de Mayo), estaba identificado con el número 2 de la manzana 118, la cual aparece edificada desde el momento mismo de la fundación del Pueblo. Para certezas nada mejor que recurrir al gran trabajo de mi admirada escritora bragadense Gladys Issouribehere, que en el Tomo I, de su Libro “ Secretos de la Memoria” brinda una completa información sobre los primitivos dueños: “Antonio Gonzales Moreno instaló allí un almacén y tienda, luego Bautista Roques la transformo en un almacén de Ramos Generales, al tiempo alquilo la propiedad a la firma José Larroque y Silvestre Blousson con el mismo destino, para convertirse en confitería y bar con la llegada de Larroque Hnos”. La Autora agrega: “Era una edificación chata que se extendía a lo largo de las dos calles con nueve puertas y cuatro ventanas” siempre en alquiler paso a manos de Antonio Forte. La sucesión de Roques decidió vender el inmueble y el nuevo dueño se llamó Eugenio Ramírez quien decidió ocupar el extremo sobre Pellegrini para sus oficinas como Procurador, la otra parte del inmueble la siguió alquilando. Por el pasaron la tienda “La Simpática” de Gutiérrez, Criado y Cia, alrededor de 1911 La mueblería, bazar y venta de fonógrafos “El Porvenir “ de M. Mileo y Cia. Luego la Casa Domemech con artículos de hombres. Sobre Alsina existía un largo terreno baldío que comúnmente se alquilaba a cuanto circo llegaba a Bragado. En 1922 se instaló en esa esquina el “Bar Jacue”. Eugenio Ramírez con gran olfato comercial procedió a subdividir el gran solar y así las nuevas parcelas ubicadas sobre calle Alsina pasaron a nombre de Gabriel Jacue, Fortunato Luchelli y Olegario Visgarra. Sobre Pellegrini al Sr. Ángel Di Marco, y al antes mencionado Guillermo Moutier.
La limpieza llevo varios días y la vereda se pobló de desechos, cañas y raíces. Era necesario remover hasta una profundidad de 30 o 40 centímetros para remover los tallos subterráneos que tejían un complejo y caprichoso enmarañado. En un instante, la monotonía de los golpes se quebró cuando el brilloso pico tropezó con un metal, a pesar de estar bajo tierra la silueta dejaba ver el carcomido mango de un revolver, en la misma condiciones a los pocos centímetros vio de nuevo la luz una bayoneta perteneciente a un fusil de avancarga, y casi pegado a ella un sable de caballería cuyo foto acompaño. En ninguno de los casos por lo que se pudo observar a simple vista se trataba de armas rotas o quebradas. Los restos del revólver y la bayoneta quedaron en poder del propietario, el sable me lo obsequiaron conociendo mi admiración por la esgrima.
Las preguntas aun flotan en aire: Cómo llegaron allí? ¿Cuándo? ¿Quién las enterró? ¿Por qué motivo? ¿Acompañarían a su dueño en la última morada? Pero las respuestas se pierden en el arcano, el tiempo las fue cubriendo con la misma tierra que sepultaron las armas en los fondos del terreno.
Una historia incompleta y un sable carcomido no es mucho, pero aun así pueden aportar algo, ambas pertenecen al acervo cultural de Bragado y merecen mejores manos que las de un particular, el Museo será a partir de ahora el hogar de las dos.