– Por Gonzalo Ciparelli

No molesta la ambición cuando su fin es productivo. Ser generoso, solidario, buen amigo.
No molestan los valores que se extraen de la educación, porque siempre son sembrados con amor y con el mismo propósito deben ser esparcidos.
Ahora, cuando no sale del corazón, de la ambición se desprende algo superior pero que nos hace inferior. La avaricia.
Esta tiende a reemplazar la conformidad por el ir siempre por más. Y el problema comienza cuando no se puede controlar.
Se termina la calma y empieza la preocupación.
Se termina la humildad y comienza la soberbia.
Se hace presente la deslealtad. No importarte que cabeza pisar para poder avanzar.
Se termina el agradecimiento y comienza la ceguera. Uno se lleva todo puesto, sin poder apreciar lo que va dejando atrás. Sin lograr interpretar que el tiempo no vuelve más.
La ceguera no reconoce al límite.
Se pierde la plenitud y comienza el sinfín.
Una pared de hormigón espera al final de la avaricia, causando un choque letal.
Y atrás, queda todo el tiempo perdido y malgastado por el desmedido capricho de lograr una cuota más de poder. Un nuevo lujo. Una falsa necesidad más.
Imagino a la avaricia como un acercamiento fantástico al sol. Con cada kilómetro que recorro, me invade el brillo más y más. Siento llegar, estar en la cima e ir por más.
Sin embargo, cada vez que me acerco más al sol, debo entender que estoy acercándome también a mi propio final.

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