Ciudadano ilustre de Ayacucho, Luigi Rosetti, “el peluquero de Dios”
Tiene 87 años y desde hace medio siglo recorre el hogar de ancianos y el hospital de Ayacucho, para atender gratuitamente a los internos, con el lema: “A mí me paga Dios”. Se convirtió en el orgullo de la ciudad y es un luminoso ejemplo de vida.
Por Julio Bazán.
La pujante ciudad de Ayacucho, en el centro de la provincia de Buenos Aires, tiene cerca de 20.000 habitantes, a los que la modernidad no llegó a privar del trato llano, campechano propio de los pueblos del interior, donde los sentimientos suelen ser más espontáneos y transparentes porque casi nadie es anónimo.
A Ayacucho la enorgullecen históricas personalidades que alcanzaron estimable celebridad. Algunas nativas, como el músico y compositor Mario Clavell, y otras que considera propias por adopción, como el escritor suizo Aimé Tschiffely, que llegó para protagonizar hace casi un siglo, el épico raid a Nueva York con los caballitos criollos Gato y Mancha, y ya nunca se fue.
Pero un personaje contemporáneo, que jamás protagonizó grandes hazañas, se ganó con justicia desde hace décadas el afecto masivo que los pueblos solo tributan a sus elegidos. Lo hizo con una grandeza sencilla, dulce, sin estridencias. Hoy tiene 87 años, se llama Luigi Rossetti, y es el peluquero del pueblo…
Luigi nació en Italia, y llegó a Ayacucho a los 18 años con la ilusión del inmigrante y su oficio de peluquero. Pronto se ganó el afecto de sus clientes por su amabilidad y simpatía, y el aditamento de una alegría nostalgiosa cuando entonaba con frecuencia alguna canzonetta que lo transportaba a su tierra natal.
Su vida transcurría calma y sin sobresaltos, hasta que en 1972 debió ser internado por una afección súbita y grave, que le hizo temer por su vida.
Su historia, ornada a estas alturas con pinceladas de leyenda, dice que cuando despertó de la operación lo primero que vio fue la figura del cura del lugar (que había llegado para visitarlo), lo que lo hizo pensar que ya no estaba en el mundo de los vivos.
Cuando los médicos lo convencieron de que estaba vivo y sanaría, Luigi, que es creyente, se sintió bendecido y en deuda con Dios. Y como es hombre agradecido, se hizo la firme promesa de cambiar su vida dándole un sentido solidario y al efecto decidió poner su oficio al servicio de los desvalidos.
Luigi y su servicio desinteresado en favor de los ancianos del hospital.
Inmediatamente comenzó a visitar puntualmente cada fin de semana a los internados en el hogar de ancianos y en el hospital, y a quienes estaban postrados en sus hogares, para prestarles sus servicios, por supuesto, sin cobrarles. No fue un impulso momentáneo, se convirtió en una rutina que atravesó décadas, y la fidelidad en el cumplimiento de la promesa acentuó la admiración y el afecto de los pobladores hacia su figura y su obra.
La visita ritual de Luigi al asilo y al hospital conmovió al pueblo, pero sobre todo despertó el entusiasmo de los internados que sobrellevaban enfermedad, tristeza o soledad, no solamente por el servicio de pelo y barba que los acicalaba, sino sobre todo porque hallaron a alguien que no se olvidaba de ellos.
Ya pasaron cincuenta años y Luigi, que debió cerrar su peluquería en el viejo barrio de la estación del ferrocarril, no renuncia a la rutina de visitar a sus clientes preferidos, que lo aguardan ansiosos en el hogar de ancianos y en el hospital.
Luigi Rosetti, el peluquero solidario que fue nombrado ciudadano ilustre de Ayacucho.
Cuando alguno de ellos, complacido por el corte insiste en recompensar el trabajo con dinero, Luigi lo rechaza con tierna firmeza, y le aclara: “¡A mí me paga Dios!”.
La ciudad declaró ya hace tiempo a Luigi como ciudadano ilustre, y el popular payador de Ayacucho Carlos Sferra, le compuso un tema musical que ensalza su figura. Pero para él, convencido de que su entrega tiene recompensa celestial, el premio terrenal es haberse ganado el corazón del pueblo, que no le escatima sus muestras de afecto.
En su sencillez es un luminoso ejemplo de vida.