– Por Gonzalo Ciparelli

En más de un ocasión, he tocado el techo en cuanto a placer.
He sentido como la angustia se hacía presente a medida que el placer crecía de manera exponencial y se acercaba a dicho techo.
Lo inevitable provocaba la angustia.
Sentir que se llega a un techo no hace más que hacernos comprender que luego de ese techo, al igual que le ocurre a un objeto lanzado verticalmente cuando llega a su velocidad máxima, hace su presencia el inevitable descenso.
Esto, se asemeja a los vicios.
Con el descenso, la idea de sentir que todo a nuestro alrededor tarde o temprano llega a un límite, y en extremo, comienza el desgaste.
Como todo extremo en la vida de un ser humano, el extraer aprendizaje, de los techos, de los límites alcanzados, es sumamente necesario para disminuir la angustia, el vacío.
Todo en demasía es insano.
A modo de esperanza, creo quizá existe una excepción en cuanto a techo y límite. Y no es más que la capacidad y necesidad de desear.
Frente a la capacidad de desear, no hay más que lograr un deseo para que otro nuevo vuelva a nacer dentro de nosotros, y al igual que con el anterior, trabajarlo hasta lograrlo.
Y así, sucesivamente.
El techo del deseo es la muerte, pero cuando ésta última suceda, no aparecerá la angustia. Simplemente, no estaremos más.
La importancia del deseo, sustituye al arrepentimiento que nos causaría el no haber vivido, solo durado. Y como bien menciona el poeta gaucho argentino en uno de sus relatos: «Vive aquel que no se queda, el otro dura nomás»
No hace falta aclarar que el haber durado no es más que no haber vivido según nuestros deseos, sino por el contrario, habernos conformado.
Quizá cuando nos sentimos plenamente deslumbrados, apostamos a todo… Sin embargo, paradójicamente, luego del deslumbre, puede hacerse presente la oscuridad.

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